martes, 7 de junio de 2011

Toda la modernidad atraviesa el cuerpo de una mujer con tacones.

El cuerpo fue antes que la palabra el encargado de expresar, describir y narrar. Cualquier experiencia en el mundo, ha tenido por centro de control-percepción una dimensión corporal. Hasta antes de la era digital... siempre fuimos seres escénicos; aparecer y representar fue la premisa de todo acto social.

Nuestro tiempo ha ido opacando la expresividad y la atención en el misterio de nuestros cuerpos, pasamos de ser templos a ser objetos. Desaprendimos a percibir, ahora pensamos, y ni siquiera pensamos un "¿cómo me siento?", toda la relación con nuestro cuerpo, se redujo a ¿cómo me hace sentir? y ¿cómo me hace ver?, cómo si fuera ajeno a lo que somos y modificable (sólo y siempre) desde el exterior.

Las mujeres en la postmodernidad, se pertenecen menos que nunca, socialmente sus cuerpos son... en función de lo que les falta para ser. Alquilan sus vientres, depilan su cuerpo, se diseñan el rostro cada mañana. Entre cirugías estéticas y fotoshop, el cuerpo femenino en el imaginario colectivo se ha convertido en una ficción.

Ser un cuerpo femenino es fascinante y terrible, hay momentos en que el potencial de vida es toda la magia del mundo habitando en ti, y hay momentos en que te sientes harta de ser un costal de hormonas. No sé qué se siente ser un cuerpo de chico o un cuerpo de ave o un cuerpo de gato, pero siempre agradezco haber nacido mujer, en parte porque eso me evita tener que lidiar con otras voluntades femeninas al momento de elegir pareja, enamorarme o reproducirme. ¡Somos tan complicadas!, tengo la impresión de que siempre ha sido así y siempre lo será.

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