Por: Kristina Velfu
El cuerpo, objeto íntimo y público. De adoración, flagelación, erotismo y decoración, implica cultura, instinto e intelectualidad. Siempre atrapado en paradojas: sujeto y objeto, natural y social, orgánico y sentimental, mítico y ritual, propio y extraño. Es somático y semántico.
Lugar de las pasiones y las enfermedades. Objeto estético. Masa moldeable, desfragmentada, en construcción y degradable. Máquina perfecta con fecha de caducidad. Lienzo del tiempo y de los tatuadores. Contenedor de alimentos, recuerdos, ideas y fluidos. Espacio entre nuestro interior y el mundo. Concomunica, siente y duele. Es vehículo traidor, enemigo voraz, cómplice perverso y fábrica de ideas.
Del cuerpo dependen o derivan las categorías culturales y estéticas que dan ritmo a la vida en sociedad. La fascinación, el asco, lo sublime y lo perverso. Lo prohibido, lo secreto, lo incontrolable y lo censurado. El cuerpo es el reflejo de las construcción cultural del género. Es modelo de lo que la sociedad reprime o concede sobre la propia naturaleza humana.
No es de extrañarse que la mujer haya ganado "la revolución" al poder controlar su capacidad reproductiva. Aunque, ahora esta "mujer liberada" sea esclava de la exigencia de modificar su cuerpo a voluntad y respetando la moda. Dejar de comer, inyectarse silicon, estirarse la cara, reprimir sus impulsos libidos o rendirse ante ellos, significan las barreras, que se transforman con mayor rapidez que la conciencia femenina.
Los yugos a los que se ata a la mujer posmoderna mutan y se camúflan en una falsa libertad que toca los extremos, que relativiza todo y que se vuelve permisiva en su propio perjuicio. No vienen del exterior, sino de la imagen que tiene de sí mismas pues en la inconografía artística y cutural es siempre observada. Ella no es quien mira sino a quien ven. Esta atenta a su observador, busca el agrado del espectador y su deleite.
La mujer es como la figura mítica azteca de Xipe Totec, deidad de la fertilidad y el sacrificio, cuya piel jamás le pertenece.